Lectura 1
¿Por qué temo decirte
quién soy?, de John Powell, s.j.
…nadie puede crecer en
libertad y vivir en plenitud sin sentirse comprendido al menos por una persona…
Día a día compartimos
decenas de cosas insustanciales, pero no es lo único que tenemos que comunicar
“tú puedes decirme quién eres tú, del mismo modo que yo puedo decirte quién soy
yo”.
Pero ser persona no es
algo estático, sino un proceso dinámico. Hoy no soy el de ayer y mañana no seré
el de hoy. A pesar de admitir todo esto, la mayoría de las veces nos da miedo
decir quiénes somos. Pero, ¿por qué?.
“Temo decirte quién soy,
porque, si yo te digo quién soy, puede que no te guste cómo soy, y eso es todo
lo que tengo”
Pero este miedo nos
impide avanzar, y por tanto lograr felicidad e incluso amor.
La identidad real es algo
que casi siempre llevamos bajo una máscara y no debemos extrañarnos porque es
un reflejo natural; es parte de la condición humana. Aunque creamos que llega
un momento de estabilidad total, esa creencia es falsa, o al menos no del todo
verdadera ya que “nuestros estados del ego” fluctúan constantemente en función
de las circunstancias.
Lo que somos se va
forjando a través de la “programación” social e individual. El ser humano,
plenamente humano, se libera gradualmente de su programación y se convierte en
dueño de su vida, en actor de su obra.
En ocasiones recurrimos,
para relacionarnos con los demás diversos “juegos”, es decir, maniobras,
escudos, que llevamos cuando salimos a participar de la lucha de la vida. El
problema de la supervivencia del yo a partir de este juego es la perdida del
autoconocimiento y de la relación sincera con los demás.
Nos movemos en un
constante cúmulo de “juegos”, de relaciones controladas por los “escudos”. “No
es fácil ser honrado consigo mismo porque para ello hay que permitir que las
emociones reprimidas puedan ser reconocidas como tales, y ello, a su vez, exige
relatar dichas emociones a las demás”.
El texto que tenemos
entre manos analiza todos los roles que podemos tener para “ocultar nuestra
condición”: el egocéntrico, el frágil, el payaso, el fanfarrón, el hedonista,
el intelectual, etc.
Pero el desvelamiento del
ser-yo-mismo requiere sinceridad. Requiere de una aletheia que responde no solo
a quién soy, sino quién quiero llegar a ser.
Maslow afirma que la
persona plenamente humana mantiene un equilibrio entre interioridad y
exterioridad. Ir de un extremo a otro es desequilibrio y falta de profundidad,
pero como dijo Sócrates -o así escribe Platón en la Apología– “una vida sin
reflexión no merece la pena ser vivida”.
Esto requiere una
auto-aceptación: sentirnos a gusto con el cuerpo, con los sentimientos y
emociones (positivas y negativas), con
los impulsos, los pensamiento y los deseos. Además debemos estar abiertos a
nuevas sensaciones, pensamientos y deseos. Hay que aceptar el necesario cambio,
el devenir -que diría Nietzsche-, porque lo que seremos es algo desconocido en
lo que hay que adentrarse. El yo es siempre algo en potencia pero realista en
sus limitaciones. Ese yo, ya lo hemos dicho, no necesita solo de la
interioridad sino de la exterioridad, de estar-con-el-otro y ser-en-el-otro.
Sufrir con los que sufren, alegrarse con los que están alegres… Empatizar, al
fin y al cabo.
Martin Heidegger señala
dos obstáculos que frenan este crecimiento del que hablamos, y en el que se
centra la obra que comentamos: 1)
contentarse con lo que hay y 2) la actividad desasosegada de quien busca algo
más.
El resultado, elijamos
uno o elijamos dos, es el enajenamiento. “En el amor debemos poseer y saborear
lo que hay y, al mismo tiempo, aspirar a poseer (amar) más plenamente el bien.
Este es el equilibrio conseguido por el ser plenamente humano entre “lo que
hay” y “lo que está por llegar”. En el
amor, insiste Powell, el ser plenamente humano no se identifica con lo que ama.
LECTURA 2
LA MUTACIÓN DEL ÁNIMO
PUBLICADO EL MARZO 4,
2016
Las sensaciones eran tan
frías como el metal.
Existían ríos caudalosos
de leche y miel, mas eran insuficientes.
Los cielos, desnudos de
alas y de juegos,
desprendían un silencio
atronador.
Era un tiempo de vana
magia, pleno en metamorfosis inmundas.
La emoción se rociaba de
esperanza y el paladar,
desacostumbrado al néctar
de los jardines más puros y deliciosos,
sucumbía de hiel y ácimos
sabores.
Era un tiempo longevo en
supersticiones, ahíto de tinieblas.
Las frentes albergaban
sofismas inauditos y galimatías incomprensibles.
No se conocía el
maleficio que el porvenir porta en sus dinteles;
tampoco se atisbaba el
umbral de la fruición, ámbito de deleites supremo…
Todo era grisáceo y
tibio, monótono y plano, sin relieve alguno.
Pero el vaticinio de las
escrituras decía lo contrario:
llegará la hora de la
alegría y la risa será una con vosotros;
cabalgareis distancias
imposibles y los horizontes se llenarán de luz y color…
Entonces, sin motivo
alguno, alguien comenzó un desenfadado juego,
y muchos le siguieron,
como epígonos que persiguen el calor del fuego
en medio del invierno.
Fue, entonces, el momento
radical del cambio,
los instantes del devenir
amontonaban mutaciones,
a cual mejor y más
fresca.
Fue el momento de esbozar
jubilosas imprecaciones,
instante para invitar al
desemejante a la risa y a toda su jocundia.
El tiempo estaba henchido
de imaginación,
preñado de luz, encinta
de buenas nuevas,
y ellos lo sabían, y
reían con carcajadas descomunales.
El gris sucedió al
multicolor matiz,
y la gama de cromáticas
realidades prolongaba el éxtasis
y la embriaguez en los
corazones de los otrora infelices seres del mundo…
Había sucedido y era
imposible su cambio.
EL DISCURSO DE LA VERDAD
PUBLICADO EL FEBRERO 28,
2016
—Disculpe.
—si?
—Es que he visto que
estaba usted adulando al poder.
—si, soy periodista.
—Pero, ¿cómo es posible
que ello sea así y que no estén ustedes del lado de la verdad?
—ahh, la verdad!!! ¿Qué
es la verdad?
—Pues yo no sabría
definir qué clase de cosa es la verdad, pero podría hablarle de un vástago suyo
que no difiere mucho de ella en lo tocante a la metodología que han de llevar
aquellos que se preocupan por el interés público.
—¡Verdad!, ¡interés
público!… ¿no será usted uno de esos idealistas que todo lo corrompen con su
anhelo de corrección?
—Verá, me parece que los
periodistas desempeñan una función de interés general fundamental para el
adecuado desenvolvimiento de una sociedad sana y estable.
—Definitivamente es usted
una lacra de esas que ve la realidad a través del tamiz de la puridad más
execrable… con todo, hábleme, e ilústreme sobre esas verdades que usted guarda
en sus alforjas. ¿Qué vástago quiere traer aquí, a éstos mis oídos inmaculados?
—Pues verá usted, señor
periodista, se trata de la objetividad.
—jajajajaja!!!!
—Pero, ¿cómo?, ¿cómo
puede usted mofarse de mí hablando como le hablo de tan excelso término?
—Es usted, no solo un
iluso, sino también un loco de remate. La objetividad no existe, es una
quimera, un delirio de aquellos que piensan que todo es equilibrio y armonía,
que es posible una realidad sin los miasmas del subjetivismo, sin las máculas
de la parcialidad…
—¿Pero es posible que
piense así y acabe convirtiendo los datos en mero flatus vocis, transformando
el mundo de lo humano en una sinrazón incomprensible, en una avalancha de
sensaciones particulares y arbitrarias, que no satisfacen a nadie?
—Se equivoca de cabo a
rabo: como buenos halagadores que somos, el mejor postor se lleva nuestros
parabienes, nuestros mejores dividendos.
—Y ello, ¿no será porque
son ustedes asalariados que dependen de una mano más poderosa que es la que les
da de comer?
—¡Ay! ¡ay! cómo me duele
la muela del juicio.
—¿No será que ustedes en
vez de informar adoctrinan? ¿Qué en vez de narrar ideologizan a las gentes?
—¡Ay! ¡Qué dolor más
intenso!
—Bueno, quizás le haya
exigido más de lo conveniente a usted, señor periodista… a lo peor, con su
formación, tan solo le son accesibles verosimilitudes más pequeñitas, alguna
cosa más modesta y escueta, un nieto de ese vástago de que hablábamos
anteriormente.
—Parece que mengua la
comezón.
—¿Y si le hablo de la
imparcialidad?
—¡Por quién me toma
usted! ¿Acaso me toma usted por el asno de Buridán? ¿Es que cree, y puede mantenerse
en su cabal juicio con ello, que es materializable eso que dice?
—Yo, a estas alturas, tan
solo sé que no sé nada.
—Pero mire usted, amigo
mío, si yo tuviera la potestad de la omnisapiencia, la virtud de la
omnisciencia, y pudiera ejercerla como es debido otro gallo cantaría, pero soy
mortal, y nada de lo subjetivo me es ajeno.
—Ya veo… bueno, mientras
la sociedad crea que ustedes informan objetivamente, de acuerdo con la verdad,
acorde con unos contenidos imparciales… no habrá problemas. Como dijo aquél, la
mujer del César ha de parecer a los ojos del espectador honrada, además de
serlo.
—Pues sí, parece que
hemos arribado a una pequeña conclusión, nosotros, los contertulios que
ideologizamos al populacho y dirimimos los contenidos del presente haciendo
metabolizarlos de modo adecuado al espectador de la televisión y a los lectores
de periódicos, que a veces nos enfrascamos en las dialécticas bizantinas sin
final del “y tú más”, y confundimos—eso sí, interesadamente—a la gente para que
se creen tendencias de opinión y derivadas de conocimiento…
—Me parece usted, señor periodista,
un perfecto subproducto de esta sociedad de la imagen, de esta comunidad del
sin esfuerzo, de este despropósito de la palabra fundamentada y auténtica. Con
ustedes, se torció en algún momento la rama evolutiva de la historia humana, de
sus desarrollos cognitivos, y acabó degenerando la situación en esto que hogaño
vemos cada día en los televisores de los hogares: basura y más basura.
—No puedo tolerar tanta
desfachatez, que tenga usted buenos días.
LECTURA 3
Agnosticismo y ateísmo
¿Es tán difícil
distinguir entre ateísmo y agnosticismo? Quiero decir, mientras que aquellos
que no procesamos ninguna fe tenemos que distinguir entre cristianos,
mahometanos, hinduistas, tradicionalistas chinos, budistas, paganos,
tradicionalistas africanos, sikhistas, espiritistas, judaistas, testigos de
Jehová, shintoistas, zoroastrianos, neo-paganistas… a nosotros, generalmente se
nos clasifica como “no religiosos” y en otro caso, directamente, como ateos.
Partiendo de estas
definiciones y centrándonos en el antepenúltimo párrafo, yo soy Ateo (en el
sentido filosófico más estricto), pero en el común y coloquial yo soy agnóstico
puesto que no niego la existencia de un dios. Me explico: No creo en un dios
concreto, ni cristiano, ni budista, ni nada, pero sí creo que hay algo. Esta es
mi parte, filosóficamente hablando, atea, pero por otro lado también creo que
nunca podremos saber con certeza si existe o no un dios o algo más, esta es mi
parte agnóstica. Me explicaré mejor, siempre he pensado que no solo existe lo
que vemos sino algo más, además siempre he pensado que la excusa de no creer en
dios por ser más de ciencias es una patraña puesto que muchos de los
científicos más conocidos en el mundo han acabado afirmando la existencia de un
dios, sólo que éste no es el que todos creen (en el sentido religioso) no es un
sabelotodo-todopoderoso-omnipotente, sino que es algo el cual es mayor que el
conocimiento humano y el cual no se puede explicar. Es como si le preguntáramos
a un científico por la creación del hombre, lo más lógico es que te explique el
darwinismo, y si le preguntas de donde salieron las bacterias te responderá, y
si luego le preguntas por los planetas te responderá, y si le preguntas por el
universo te responderá, hasta que llegamos al Big Bang (pongo este ejemplo
porque suele tomarse como “lo cierto” acerca del inicio del universo) y si le
preguntas que había antes del Big Bang o como se causó al no saber la respuesta
acabará diciéndote que Dios lo creo, pero repito que este Dios no hay que
tomarlo como el término bíblico el cual creó la vida en 7 días porque va a ser
que no. Sino que es todo aquello que supera al conocimiento humano. No se si me
estoy haciendo un lío u os lo estoy haciendo a vosotros así que lo dejaré por
hoy, otro día os explicaré mi pensamiento acerca del Mas Allá.
LECTURA 4
Filosofía y cambio político.
Este artículo fue publicado originalmente por
el autor en el diario.es Extremadura.
Es un hecho invariable que nuestros políticos
pregonen su mercancía ideológica con la retórica del cambio. ¿Pero qué cambio
es el que quieren? Más allá de los que solo quieren cambios cosméticos (cambios
para que nada cambie), los hay que pregonan la necesidad de una transformación
política más sustantiva. Para esto proponen reformas constitucionales, o nuevos
modelos productivos, pero apenas nada claro sobre educación (más allá de
detalles nimios – como el asunto de la religión – o puramente políticos – como
el pacto educativo –). La educación no esta en el centro del debate público en
torno al cambio, cuando, paradójicamente, es lo único que puede hacerlo de
verdad posible.
Decía Kant que no hay revolución que valga si
antes (o a la vez) no cambian las personas, en el sentido, como mínimo, de
alcanzar una “mayoría de edad” que les permita pensar y juzgar por sí mismas.
Por eso, para que cambien las cosas, importa relativamente poco quien gobierne
(la “casta” o la “gente” – ¿alguien cree, de verdad, que son tan distintos? –
), o que se abran uno o cien procesos constituyentes; lo que de verdad importa
es que sean los propios ciudadanos los que se decidan a cambiar. Seguiremos
siendo exactamente igual de corruptos, violentos, machistas, irresponsables e
irreflexivos (en el grado en que lo seamos) si no nos convencemos de ser nada
mejor que todo eso. Pero para convencerse no sirven de nada las leyes, ni
cortar ejemplarmente algunas – muchas o pocas – cabezas; de lo que se trata,
más bien, es de transformarlas. Las personas cambian cuando cambian sus ideas.
Y de eso va justamente la educación. Cierto tipo de educación.
¿Qué educación necesitamos, si es que
queremos, de verdad, cambiar las cosas? Indudablemente, una que tenga que ver
con la propia naturaleza del cambio previsto. Nuestros problemas, de entrada,
no son relativos a este o a ningún país en especial. Son globales. Es el mundo
el que parece tomado por una misma y errática combinación de codicia,
violencia, irresponsabilidad e ignorancia. Ni siquiera las democracias occidentales
(responsables, en gran medida, de esa combinación depredadora e irracional) son
ya las islas – exclusivas – de justicia y libertad que solían ser. Nuestros
propios hijos no solo serán tan pobres como nuestros viejos sirvientes
coloniales, sino también esclavos del difuso conjunto de élites e instituciones
financieras que determinan, sin controles ni fronteras, la política de los
estados y, cabe decir, el destino del planeta entero. Poner bridas democráticas
y racionales a esta fuerza codiciosa y ciega exige, no élites de intelectuales
dirigiendo masas de obreros que ya no existen, sino una masa crítica de
ciudadanos educados y convencidos de la necesidad del cambio, inmunes a mitos y
sofismas, con una visión integral de los problemas, y con la suficiente lucidez
moral para afrontar los retos e incertidumbres que aceleradamente se generan en
un mundo cada vez más globalizado.
¿Qué tipo de educación podría generar esa masa
crítica de ciudadanos? Esa es la pregunta que debemos hacernos. La respuesta no
es fácil. Pero si que podemos ir despejando opciones, y haciendo alguna
sugerencia. La educación que necesitamos no es, desde luego, la que ahora
tenemos. Pero tampoco la que muchos proponen como panacea: la que es poco más
que adiestramiento laboral, formación de “capital humano”, o innovación
científica dirigida por el mercado. No es la educación del informe PISA, ni la
del Plan Bolonia, ni la obsesionada con el I+D+I. Esos modelos educativos son,
sin duda, perfectos para aumentar la competitividad, pero no para cambiar el
mundo. Si la educación general se confunde con un concurso de ciencias,
tecnología e idiomas, marginando todo aquello que genera reflexión crítica,
comprensión holística y diálogo en torno a fines y valores (todo lo
relacionado, por ejemplo, con la filosofía y las humanidades), no me imagino
cómo podría prender en la gente ese cambio civilizador a escala planetaria que
necesitamos.
He mencionado a la filosofía. Es cierto que
soy profesor de esa materia. Y seguramente no tan objetivo como quisiera. Pero
estoy convencido de que la filosofía cambia profundamente a la gente. Como poco
(y ya es mucho), la educación filosófica contribuye decisivamente a formar
ciudadanos críticos y personas íntegras (justo las dimensiones que faltan al individuo
acrítico y desintegrado de la sociedad global para aspirar a ser un sujeto
político eficiente). En el orden de los procedimientos, la filosofía enseña a
tomar distancia, a analizar y valorar la realidad desde perspectivas distintas,
y sustentar los propios juicios en un diálogo racional con los otros y con uno
mismo. En un sentido más sustantivo, la filosofía nos da a conocer las ideas
que sostienen y rigen nuestros juicios, deseos, emociones, acciones y pasiones,
proporcionándonos, así, la posibilidad de cambiar (nos) desde la raíz. No sé
que otra cosa que la filosofía podría garantizarnos tal nivel de libertad y de
poder de transformación (la religión, por ejemplo, suele ser más conservadora,
y su reino demasiado alejado de este mundo – tal vez por eso parezca ser el
complemento espiritual ideal del neocapitalismo globalizado y de su aséptica
ciencia –).
Ha sido la filosofía, desde Sócrates a
Russell, Habermas o Derrida, y no ninguna otra ciencia o saber, la que (entre
otras cosas) inventó para Europa algo históricamente tan novedoso y
revolucionario como el ciudadano crítico (distinto del súbdito fiel, el
confiado creyente, o el individuo permanentemente distraído de nuestros días).
No podemos renunciar a esa conquista, que es, además, la condición de todas las
que puedan venir detrás. Por eso, cualquier diseño educativo que tenga como fin
transformar realmente las cosas ha de disponer la formación filosófica como un
objetivo primordial. Hace unos días, como en una aparente y premonitoria
confabulación, reivindicaban lo mismo las Reales Academias españolas, se lo oía
decir, en una magnífica conferencia, al profesor Antonio Campillo, y lo leía, a
la vez, en un artículo, circulante por las redes, de The Washington Post, en el
que, además, se planteaba seriamente la necesidad de implantar la formación
filosófica para niños, un viejo proyecto del filósofo americano Matthew Lipman.
El mensaje común era el que venimos repitiendo aquí: dada la inanidad a la que
ha llegado el debate político – y los retos a los que la globalización nos
enfrenta – , es imprescindible una regeneración radical de nuestra condición de
ciudadanos. Frente a la jungla neoliberal, el mundo tiene que reconstituirse
como una nueva y compleja cosmopolis, dirigida por y para la gente, desde
luego, pero por gente que sea realmente “mayor de edad”. El filósofo Platón
decía que este mundo no tendrá arreglo hasta que no gobiernen los más sabios.
Si esto admite traducción democrática, diríamos: hasta que la mayoría de los
ciudadanos no sean, en cierto modo, filósofos. Y ese ha de ser el objetivo
primero de la educación. Filosofen, por favor, sobre ello.
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